3.23.2009

Osicran

Él es.  Cuando él está de pie, es tan alto como las esculturas que se encuentran en la fuente.  Sí, es un encuentro, allí se reúnen las cuatro estaciones, las mimas que no sentimos porque están ocupadas adornando la plaza o por que la plaza las adorna a ellas.

Su piel es color naranja, como una piel oxidada por los años, luce como si al tocarla se tocara.  En sus arrugas habitan gotas ya secas, gotas disecadas, que cómo un hábito de años, mecánicamente se secan en su cara para que entonces él las reponga.  Su brazo se tiende hacia atrás y como una pala mecánica toma el agua y se humedece.  Su pelo siempre está mojado, como parte del ritual lo peina, a veces una pinilla, muchas otras los dedos son suficientes para alisar la lluvia gris de sus cabellos.  Justo ahora se peina, como si advirtiera que lo recreamos en el instante justo de leer.  Se pone de pie.  Efectivamente es casi tan alto como las esculturas.  A veces adivinándose miente pero a veces se esta también muy cerca de la verdad.  Se mueve hacia el zafacón que tiene en frente, se reclina, lo mira y vuelve a sentarse.

Parece que reclama su espacio en la fuente.  Éste ha creado...  Él ha creado su propio altar.  En esta fuente circular, en medio de la Primavera y el Verano, él se ha sentado de piernas cruzadas vestido de azur.  Azur ya gris.  En su alrededor hay vasos, botellas, latas, que obviamente vienen de haber estado en otras bocas, pero que ahora están llenos de agua verde, del agua verde de la fuente.  Todos esos vasos, cientos de vasos, los extrae del zafacón; los toma, los lava y los llena de agua.  Les busca un rincón entre los otros vasos, o botellas o latas, los más son vasos.  Ha vuelto a ponerse de pie, ha vuelto a mirar el fondo del basurero, se ha vuelto a mojar el cabello y se ha acariciado las barbas.  Su ciclo es más o menos lineal, no como el ciclo de las estaciones en ésta fuente redonda de la que hemos venido hablando.

No sé si ha mirado su cara en mucho tiempo.  Parece que rehusara su reflejo cuando nunca mira al agua para tomarla.  Siempre su mano está atrás, cómo una máquina que toma el agua y lo humedece. 

Yo estaba entre las estaciones que seguían, éramos vecinos.  Para mi sorpresa ha comenzado a moverse y ha movido uno a uno, sí, uno a uno, todos su cientos de vasos.  El ritual vuelve a repetirse, pero ahora entre dos estatuas diferentes a las de antes.  Ahora nos damos las espaldas uno al otro.  Aunque no lo miro, puedo adivinar que es lo que está haciendo.  Puedo imaginar su pelo verde, tan verde como el agua.  Puedo imaginar como se peina.

Ha comenzado a llover  la gente ha emigrado de la plaza.  Quedamos solos yo y el, el y yo, opuestos en el círculo del tiempo.  Aunque la lluvia hace en su cabello, lo mismo que en estas letras que ahora escribo, él sigue mojando su pelo con el agua de la fuente.  La lluvia ha sido pasajera y ya los niños son los primeros en llegar a la plaza, a patear piedrecillas y a asomarse a sus pequeños fantasmas en el agua.

El ritual sigue.  Ya ha pasado tiempo y se ha movido el hombre. Hemos vuelto a ser vecinos.  Ha movidos sus vasos con igual respeto, al terminar, vuelve a buscar dentro del basurero, esta vez del que le queda linealmente en frente.  

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