3.20.2009

Domingos con guayabas


Recuerdo que había un asiento trasero de carro, probablemente de un Nova; era en cuero negro, largo, sin divisiones, suficiente para unos ocho traseros de niños y niñas, también largos y flacos; algunos resortes le salían por los lados,al asiento, pero aún así, era cómodo. Ese era nuestro lugar de sosiego después de haber jugado, después de hacer brevajes mágicos, de cocinar con tierra, de ser superhéroes o heroínas; de juntar las muñecas más finas con los camiones más burdos, de correr diez veces, con zapatos de domingo, la vuelta a la casa de la abuela materna que estaba y está trepada en zocos, pintada en aquel entonces de un rosado-guayaba, que había envejecido el tiempo, que tenía ventilación cruzada a fuerza de huecos en las paredes. Aquel asiento era donde reposábamos nuestro cansancio, luego de jugar con los discursos que no entendíamos y que a fuerza de golpes aprendimos a digerir.

Aún pienso que éramos más adultos de lo que ahora somos, éramos más nosotros mismos. A veces quiero escapar y regresar a ese asiento debajo del árbol de guayabas, con los pies sucios por aquel patio de tierra suelta. Quisiera que mi preocupación mayor sea encontrar la mitad del gusano que ya empece a comer, y reírme, reírme sin razón alguna o aparente hasta el cansancio, de las botas de vaquero de Frao, de la mella de Mandy, de Gloria Esther cara de pastel, de Josy hablando de pestes a bacalao, de Aileen, de Danny... Todos comiendo guayabas debajo del árbol los domingos en la tarde.

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