Miguel Ángel Náter, Ph.D.
Departamento de Estudios
Hispánicos
Universidad de Puerto
Rico
Este
ejercicio poético, El tiempo de los escarabajos, representa para el
joven poeta Ángel Antonio Ruiz Laboy su primer libro completo, luego de haber
lanzado en 2009, junto con Xavier Valcárcel, un libro curioso -por lo lúdico de
su ejecutoria- titulado Anzuelos y carnadas. Si allí existía una
ausencia de dirección del yo lírico dictada por la juguetona idea de diluir la
autoría en una serie de poemas sin firma y, por lo tanto, sin identidad del
poeta de carne y hueso, hay aquí un yo evidente y que devela una personalidad
literaria muy marcada, tras la huella de las andadas del poeta de carne y
hueso. Liberado de la atadura de un texto sin paginación, sin encuadernación y
sin identificación, Ruiz Laboy enfrenta el mercado de libros y la agenda
editorial con su primer libro, bajo el signo de un símbolo antiguo (el
escarabajo) e inmerso en el lago más tétrico de la existencia humana (el
tiempo). El libro comienza con un lema o dedicatoria que resalta la disyuntiva
entre el silencio del yo lírico y el destinatario, posiblemente el amado. La
poesía surge como una reacción al silencio del otro: “para tu silencio que es
raíz de todas mis palabras”. Dividido en tres partes (migraciones, retornos,
relicarios), el texto parecería demostrar el anhelo del poeta por pautar
una dirección de un viaje con dos movimientos y un tiempo de recogimiento, bajo
el amparo de la religiosidad. El epígrafe de Vicente Aleixandre que abre la
primera sección denota la dirección de la poesía bajo la ironía trascendental,
es decir, la conciencia de que la búsqueda que se emprende es infructuosa. Se
observa lo nocturno como el tiempo de encuentro y reconocimiento del ser. En la
noche, el ala, carnalidad de Ícaro, pugna por develar lo infinito. No se señala el
objeto de la búsqueda; sin embargo, el tacto carnal del ala y lo sideral de la
bóveda indican un contacto deseado, siempre bajo el signo del silencio, que
aquí parece impulsarlo todo, el discurso poético, como en Stephane Mallarmé,
Paul Claudel, Juan Ramón Jiménez, entre tantos otros poetas de la modernidad
que se vinculan con la crítica poética o con la poesía crítica. Posiblemente
sin saber este vínculo, Ruiz Laboy parte de esa relación para plasmar el
reconocimiento existencial anclado en el aspecto más importantes de la realidad
del ser, según lo explicaría Martin Heidegger: el tiempo. El presentimiento de
lo nocturno, como se observa en el primer poema, “presentir la noche”, podría
expresar la pugna entre Eros y Tanatos, el reconocimiento de la imposibilidad
de trascender, de oponerse a lo de arriba, a lo que oprime sin poder ser aprehendido.
Afilia, a su vez, estos poemas a una tradición antiquísima que en la poesía
contemporánea continúa ejerciendo fascinación, como lo destaca Daniel Torres en
la contraportada del libro. Sin embargo, aquí no sucede, como afirma Torres,
que se supere a poetas como César Vallejo, Constantinuis Cavafis o Vicente
Aleixandre. Es ésta una poesía que, por el contrario, va encaminada a fluir
hacia un discurso original. Falta, no obstante, dominio sobre el ritmo -ese
proscrito de la vanguardia-, selección de vocabulario exacto, sugerente, y
eliminación de lo coloquial -ese ara de la antipoesía-. En oposición a la
tradición romántica, Ruiz Laboy da un giro hacia lo luminoso, maniqueísmo que
se observa en un poema como “Muerte de Narciso”, de José Lezama Lima. Como en
este poema, no escapa a las imágenes de lo acuático. Siguiendo las imágenes que
ya había practicado en su libro compartido, Anzuelos y carnadas, el
poema titulado “dilatar” expresa la búsqueda del deseo y de lo callado, del
silencio que se dilata en el tiempo. El ojo de la aguja espera el hilo que lo
atraviese -cuando no sea un camello-, alegoría obvia de la sexualidad. Se busca
acallar ese revuelo (“los itinerarios anuncian el cierre del ojo de la aguja”)
para llegar al silencio (“busco descubrir el instante más callado del
silencio”). Sin embargo, lo que parecía un alejamiento es, en el fondo, una
repetición, un eterno comenzar.
Esta
poesía de Ruis Laboy es, a veces, hermética. Ya es bien sabido que el
hermetismo en la poesía no es nada novedoso, desde el trovar clu de la
Edad Media, pasando por los momentos grotescos y nocturnos del Barroco y del
Romanticismo, hasta desembocar en el simbolismo, el surrealismo y la poesía
neobarroca. Una de las vertientes dentro de ese hermetismo es la metapoesía. En
“Literatura y meta-lenguaje”, Roland Barthes señalaba que la literatura era un
juego peligroso con su propia muerte, lo cual implicaba un estatuto trágico,
pues a la literatura sólo se le permite la pregunta de Edipo: “¿Quién soy?”;
por lo cual se le prohíbe la pregunta dialéctica: “¿Qué hacer?”. Ruiz Laboy
está vinculado con una serie de poetas recientes en Puerto Rico que ya han sido
identificados por su metapoesía (Noel Luna, Javier Ávila, Javier Roig, Miguel
Ángel Náter, Mayda Colón Pagán, Aixa Audín Pauneto, Sofía Irene Cardona, José
E. Santos, Alberto Martínez Márquez), pero más que una poesía sobre la poesía,
es un discurso de impotencia ante el acto poético, casi como si los “poetas”
reconocieran que no pueden escribir “poesía”. Esto es evidente en el poema
titulado “atraganto”, en el cual la grotesca imagen de atragantarse para
expresar el acto poético (o antipoético) lleva a la relación de la poesía con
la deglución. Se contradicen el silencio y las palabras, el eco y la mudez, la
impotencia de Eco frente a Narciso:
me atraganto en el silencio de
esta herida que me nace en la palabra
me vuelvo eco en la mudez de
esta impotencia al enunciar
de la renuncia de los nombres
en huelga de significantes
pero conjugo este dolor y
trinchero desde el margen
y deambulo por la estricta
armonía de unos versos muertos
que fugan a nombrar las
despedidas
La
ausencia de signos de puntuación -grotesco del lenguaje que Mallarmé hizo
herencia clave de la poesía moderna en el poema “Un coup de dés” hacia finales del
siglo XIX-, salvo el punto final de cada poema, igual que la ausencia de
mayúsculas, contrasta con la utilidad de los títulos tradicionales que Ruiz
Laboy ejecuta de manera acertada, como se observa en el poema titulado “el
nombre, la ausencia y la miseria”. Hay en este ejemplo una gradación
descendente que podría ser ascendente, dependiendo de la óptica desde la cual
se observe. Vuelve a aparecer la relación ser / palabra / silencio, aspecto que
en la poesía occidental ha trabajado George Steiner en su ensayo “El silencio y
el poeta”, al referir la pugna entre Apolo y Marcias como imagen de la
incapacidad del lenguaje poético para expresar lo que desea. Sin embargo, la
música, que para Steiner es lo que sustituye a la palabra impotente, ha huido
de la poesía más reciente en Puerto Rico. Ruiz Laboy continúa aferrado a la
idea “vanguardista” de la antipoesía que incorpora lo coloquial y lo prosaico.
Hace falta pulir el ritmo para que haya poesía. No obstante, aquí se trabaja la
especialidad -como en Mallarmé, Apollinaire y la poesía vanguardista-. La
palabra “distancia” expresa el conocimiento de la existencia entre las
palabras. A su vez, parecería que el hombre está en el nombre, a juzgar por la
grafía que sobresale en el primer verso de la última estrofa. Los elementos de
la escritura están dispersos en la misma escritura, de tal manera que la poesía
termina siendo una anti-poesía o no-poesía, como el hombre termina siendo no
hombre en la crasis: “sabernos (N)(H)OMBRE”.
Los
renglones que aspiran a ser “versos” en la estética tradicional, son
innecesarios ante lo coloquial, como se desprende el texto titulado “pandémica
y terrestre”. Este libro de Ruiz Laboy es prosa poética, con toda la
contradicción que encierre tal maridaje. En este texto, lo efímero, el deseo y
la promiscuidad se proponen como solución a la soledad. Sin embargo, ya en la
segunda parte del libro, en el texto titulado “náufrago”, se evidencia el error
de esta propuesta, ya que la reiteración de instantes es una secuela de muertes
y de sufrimientos: “lástima que tú me vuelvas todo vida en un instante / y digo
lástima / no por la vida / sino por el instante”.
Esta
sección del libro, titulada “retornos”, recupera ciertos mitos para revelar el
secreto del poeta: no hay más que conciencia del tiempo; ni la vida ni la
muerte serán expresadas en la poesía, sino en el silencio. Sin embargo, faltaba
trabajo sobre los textos, como puede verse en el final abrupto del primer
poema, titulado “Ítaca profunda”. Con evidente y reconocido influjo de Cavafis,
no logra el impacto de la “Ítaca” del griego. El desconocimiento de sí mismo no
destaca el viaje de conocimiento que implica Ítaca. El viaje laberíntico hacia
el cuerpo del amado, la dispersión hacia lo sideral, podría ser una reescritura
del viaje de Ulises, pero el verso final troncha lo que hubiese sido un buen
poema.
El poema
que da título al libro, ya en la tercera parte, no tiene la calidad de un poema
como el que se titula “la circularidad del tiempo”, en el cual se expresa “el
tiempo de los escarabajos”, lanzados en la mitología egipcia hacia la
eternidad. El juego eterno del ser frente a la imagen del espejo, la sed eterna
de no poder aprehender lo vivido sino en un instante, la imposibilidad de
recuperar lo que se fuga en el tiempo: he ahí la esencia de este libro de Ángel
Antonio Ruiz Laboy, de quien esperamos futura poesía, consciente de la imagen y
del ritmo, del verso y sus diferencias respecto de la prosa.