3.26.2009
No reces
tu sólo gimes,
tal vez rezas…
Mis venas entre tus venas laten
y tu sangre lubrica mi invasión.
Entro en tu santidad como un demonio
mientras tú como un mártir levitando
me escondes de la furia del cielo
en esa capilla dolida que es tu cuerpo.
No me es suficiente lamer hostias en tu lengua
compartir tu cuerpo como el pan multiplicado
y sorber tus mares entreabiertos
hasta embriagarme todo.
Preciso del maná que se esconde en tu herida
y que mis dedos pululan hasta aprehenderle
y compartirlo hasta que ya:
ni reces,
ni quede duda de que gimes.
3.23.2009
Bestiarius Sapiens
Luego de escoger el circo y la bestia
-pues tenemos derecho al temor y a sus confines-
la vida no es más que una apuesta
y una renuncia a la humanidad.
Renunciar a la humanidad es un derecho
-la vida no es escoger el confín del circo
desde donde tendremos temor
y luego apostar a la bestia-.
La humanidad no es más que un circo
donde se escoge -por derecho- ser la bestia
y confinamos el temor
para no renunciar a la vida.
Comienzo
Cuando al fin logró abrir la puerta, se percató que ya estaba adentro y que enfrente solo tenía la misma puerta para abrirla una y otra vez hasta el fin de los tiempos, entonces recordó que allí el tiempo, era circular y no supo que hacer, si detenerse a mirar la misma puerta por toda una eternidad o tener la esperanza de que podría salir y albergar esa esperanza hasta que algo diferente aconteciera. Decidió habitar el intersticio entre una puerta y la otra, la condena de abrir puerta tras puerta y verse frente a la misma puerta era intolerable en su mente, pero esta decisión aconteció una vez se vio en el desespero de abrir y cerrar una puerta y otra puerta y al fin del tiempo, fin que allí no existía, volver a cerrar la misma puerta y ya no pudo más. ¿Qué hacer cuando estas en un lugar donde la puerta de entrada es la misma que la de salida pero ambas dan al mismo sitio? Pues nada, te sientas, esperas, te resignas, lloras, te mueres del miedo porque no sabes que pasará si dejas de abrir la puerta. Nunca se pierde del todo la esperanza.
De los muertos, las palabras y el vacío
Osicran
Él es. Cuando él está de pie, es tan alto como las esculturas que se encuentran en la fuente. Sí, es un encuentro, allí se reúnen las cuatro estaciones, las mimas que no sentimos porque están ocupadas adornando la plaza o por que la plaza las adorna a ellas.
Su piel es color naranja, como una piel oxidada por los años, luce como si al tocarla se tocara. En sus arrugas habitan gotas ya secas, gotas disecadas, que cómo un hábito de años, mecánicamente se secan en su cara para que entonces él las reponga. Su brazo se tiende hacia atrás y como una pala mecánica toma el agua y se humedece. Su pelo siempre está mojado, como parte del ritual lo peina, a veces una pinilla, muchas otras los dedos son suficientes para alisar la lluvia gris de sus cabellos. Justo ahora se peina, como si advirtiera que lo recreamos en el instante justo de leer. Se pone de pie. Efectivamente es casi tan alto como las esculturas. A veces adivinándose miente pero a veces se esta también muy cerca de la verdad. Se mueve hacia el zafacón que tiene en frente, se reclina, lo mira y vuelve a sentarse.
Parece que reclama su espacio en la fuente. Éste ha creado... Él ha creado su propio altar. En esta fuente circular, en medio de la Primavera y el Verano, él se ha sentado de piernas cruzadas vestido de azur. Azur ya gris. En su alrededor hay vasos, botellas, latas, que obviamente vienen de haber estado en otras bocas, pero que ahora están llenos de agua verde, del agua verde de la fuente. Todos esos vasos, cientos de vasos, los extrae del zafacón; los toma, los lava y los llena de agua. Les busca un rincón entre los otros vasos, o botellas o latas, los más son vasos. Ha vuelto a ponerse de pie, ha vuelto a mirar el fondo del basurero, se ha vuelto a mojar el cabello y se ha acariciado las barbas. Su ciclo es más o menos lineal, no como el ciclo de las estaciones en ésta fuente redonda de la que hemos venido hablando.
No sé si ha mirado su cara en mucho tiempo. Parece que rehusara su reflejo cuando nunca mira al agua para tomarla. Siempre su mano está atrás, cómo una máquina que toma el agua y lo humedece.
Yo estaba entre las estaciones que seguían, éramos vecinos. Para mi sorpresa ha comenzado a moverse y ha movido uno a uno, sí, uno a uno, todos su cientos de vasos. El ritual vuelve a repetirse, pero ahora entre dos estatuas diferentes a las de antes. Ahora nos damos las espaldas uno al otro. Aunque no lo miro, puedo adivinar que es lo que está haciendo. Puedo imaginar su pelo verde, tan verde como el agua. Puedo imaginar como se peina.
Ha comenzado a llover la gente ha emigrado de la plaza. Quedamos solos yo y el, el y yo, opuestos en el círculo del tiempo. Aunque la lluvia hace en su cabello, lo mismo que en estas letras que ahora escribo, él sigue mojando su pelo con el agua de la fuente. La lluvia ha sido pasajera y ya los niños son los primeros en llegar a la plaza, a patear piedrecillas y a asomarse a sus pequeños fantasmas en el agua.
El ritual sigue. Ya ha pasado tiempo y se ha movido el hombre. Hemos vuelto a ser vecinos. Ha movidos sus vasos con igual respeto, al terminar, vuelve a buscar dentro del basurero, esta vez del que le queda linealmente en frente.
3.20.2009
Fifí Melé

Fifí Melé es rubia de profesión. Raza negada con un relajante profesional para el cabello rizo.
-Mirta: cualquiera que sea su problema de belleza Mirta tiene la respuesta.
Según mis conjeturas Fifí tendría unos 48 años pero con suerte aceptaría tener unos 38. Con polvo, bondo y colorete embalsama los restantes.
La encuentro sentada en un fasfúd y me asalta la curiosidad. Fifí Melé come french fries con su french manicure. Se chupa los dedos para sacar la grasa y sonríe, como si estuviera pasando por su primer orgasmo no fingido. Tímida, maliciosa. Viciosa.
Fifí Melé mira el video de reaggetón, mira las chicas meneándose hasta abajo, dejando caer el peso de sus pesos pesados traseros. Mira esos machitos pequeños para sus ropas de hombres grandes, mirándola desafiante, mientras miran a la cámara. Fifí Melé sonríe, como si recordara que anoche también perreó o como si el "gistro" le diera molestia y placer. Fifí Melé se goza sus papas fritas, pero las perlas no evitan que se chupe la grasita. Las perlas que la hacen Fifí no pueden ocultar que siempre será Melé.
Clave Verde

Manos vestidas de guantes jugando a ser diosas, rescatando de la muerte un cuerpo que se rinde. Un equipo de mujeres, en su mayoría, vestidas de azul, haciendo a ese cuerpo desconocido respirar, agarrándole la vida desde el rabo y diciéndole aquí te quedas.
Triste siempre es. Da igual un niño que muere acabando de nacer, que no pudo echar un vistazo a la vida, que un anciano que ha aprendido a despedirse con los ojos aguados y una tranquilidad que te llevas por dias en los bolsillos del recuerdo; y sacas esa imágen y la besas y te despides, como si con una despedida se dieran todas las despedidas posibles. Da igual que sea un joven, que su juventud le hace sentirse un rey y lo destrona en el minuto más agudo de su gloria.
Pero no da igual cuando en esa despedida, al otro lado de la cortina, nadie hay a la espera que se sucite el milagro, y se muere solo, sin el signo vital que no se mide.
Domingos con guayabas

Recuerdo que había un asiento trasero de carro, probablemente de un Nova; era en cuero negro, largo, sin divisiones, suficiente para unos ocho traseros de niños y niñas, también largos y flacos; algunos resortes le salían por los lados,al asiento, pero aún así, era cómodo. Ese era nuestro lugar de sosiego después de haber jugado, después de hacer brevajes mágicos, de cocinar con tierra, de ser superhéroes o heroínas; de juntar las muñecas más finas con los camiones más burdos, de correr diez veces, con zapatos de domingo, la vuelta a la casa de la abuela materna que estaba y está trepada en zocos, pintada en aquel entonces de un rosado-guayaba, que había envejecido el tiempo, que tenía ventilación cruzada a fuerza de huecos en las paredes. Aquel asiento era donde reposábamos nuestro cansancio, luego de jugar con los discursos que no entendíamos y que a fuerza de golpes aprendimos a digerir.
Aún pienso que éramos más adultos de lo que ahora somos, éramos más nosotros mismos. A veces quiero escapar y regresar a ese asiento debajo del árbol de guayabas, con los pies sucios por aquel patio de tierra suelta. Quisiera que mi preocupación mayor sea encontrar la mitad del gusano que ya empece a comer, y reírme, reírme sin razón alguna o aparente hasta el cansancio, de las botas de vaquero de Frao, de la mella de Mandy, de Gloria Esther cara de pastel, de Josy hablando de pestes a bacalao, de Aileen, de Danny... Todos comiendo guayabas debajo del árbol los domingos en la tarde.
Paseo cortante

Como el sonido de un cuchillo sobre una lija, cuando va y viene de un lado a otro en intervalos exactos de tiempo, buscando afilar sus dos caras, así sonaba la orquesta preñada de violas y violines en resaca. El viento era constante en su golpe sobre la nada y se orquestaba con el bailar de aquella red anaranjada que tendía de los andamios, esqueleto de metal oxdiado que parecía haber sido extraído del edificio neoclásico verdoso al que cubría, en aquella noche oscura, bajando la cuesta de la Norzagaray. Luces de autos intermitentes sobre las cornisas, revistiendo los tímpanos de penumbras vagas, definiendo volutas de cariátides, como disipando temporalmente los secretos de deidades griegas empotradas en frisos tropicales. Las gotas de una llovizna que no conocían una caída vertical, leves, nublando la vista, se volvían cucubanos migrando en manadas, sin rumbo fijo. Atrás el mar iba quedando, golpeándose así mismo con puños de oleaje enfurecido, recriminándose un algo, de lo que no hay constancia. El frío también acuchillaba la piel, que se volvía una lija.