3.06.2010

La ira profunda


foto por Giles Hodgskins







... porque el gran día de su ira es venido,
¿y quién podrá estar delante de él? 
- Apocalipsis 6: 17



      Había cortado sus uñas de manera que funcionaran como navajas, un corte diagonal y afilado hacia el extremo opuesto del pulgar sería la herramienta perfecta. Con ocho de sus dedos demarcó el pedazo de piel que sabía necesario, presionó sobre la carne hasta anclar las esquinas más filosas y sentir la resistencia del hueso. Entonces movió sus uñas hacia el centro, abriendo ocho túneles en la epidermis, ocho fuentes de sangre y suero que se vomitaban sobre esos dedos que violaban la entereza de aquel rostro recién acariciado por la luz.  Quería desgarrarlo todo de un tirón, lo decían sus manos temblorosas, lo decía su diente mordiendo feroz las hendiduras de su labio inferior por una esquina, lo decía también el desespero de sus ojos, la impaciencia en su inhalar profundo a través de una naríz agigantada y deforme, todo lo decía, incluso su incapacidad de sentir las lenguas de los tres perros succionando la herida recién abierta en su entrepierna y sus colmillos halando a tiros la placenta que pendía de su cuerpo como una prótesis sin uso, devorando el cordón umbilical que aún la unía a su cría.  Lamía la sangre en sus uñas de cuando en cuando, quería un trabajo limpio, tanta viscosidad requirió hacer varias pausas en su cortar para deglutir todo lo que se espera que salga de heridas tan grandes y descontroladas. En su hocico se adhirió el olor a sangre seca, en sus ojos aparecía un atisbo de locura y en su boca se desvestía una sonrisa temblorosa, un híbrido de conquista e incredulidad. Se detuvo.  La piel mostraba resistencia al desespero, se sabía preciada y como toda fuente de deseo exigía conquista, entonces ella comprendió que no era prudente, que había esperado nueve meses por esa piel y no era el momento de arruinarla. Comenzó entonces a halar lentamente, con el cuidado que requieren los trabajos finos, desancló sus garras y valiéndose de todas ellas de manera individual, comenzó a usar sus dedos como instrumentos de artesano, valiéndose siempre de sus dedos índices como las gubias más diestras para desprender piel.  

      Levantó el pedazo de carne, que era perfecto, dejó que las últimas gotas de esa piel, latente como sanguijuela asustada, bajaran pesadas y lentas hasta su antebrazo. Lo había logrado. La ópera daba su agudo más dramático y sostenido como sucedería en una película romántica, los perros coreaban desde sus voces humanas que imitaban ser caninas y que eran mediadas por el eco que producían sus máscaras de cuero con orejas y hocico.  El furor de la escena ensordecía, estruendos distentidos por toda aquella sala inmaculadamente blanca.  En cámara lenta la boca sin piel del niño se abría mostrando la encías para llorar agudamente, pero profundo. Los perros humanos saltaban tratando de alcanzar la fuente de la sangre descosiéndole a su ama la piel, que no era cubierta por el cuero, con sus pezuñas amarillo opaco del que se cuela entre los dientes. Las cadenas lentamente se movían, todo estaba pausando, menos la ópera que ella no escuchaba, como no escuchaba nada, pues era sorda y el silencio todo lo vuelve denso, todo lo aletarga, todo lo vuelve espejo del silencio.   

      Una vez calmada la ópera, moduladas las respiraciones y el flujo de la sangre, una vez devorado el niño y reducido a huesos rotos regados por el suelo, incapaces de sostener algo de carne o de tendón, una vez tranquilos los perros, pegados a sus muslos chupando como chupan los cerdos las tetas de sus madres, moviendo sus colitas de hule con contentura tal que relajaba de sus efínteres la fuerza que sostenía sus butt plugs y que hizo que uno de ellos lo soltara como se pone un huevo que se romperá por no tener cuidado, una vez todo esto sucedido, lograda la calma de la mañana del domingo, antes de que suenen las campanas, ella tomó una navaja de afeitar de las antiguas y comenzó a quitar piel vieja de su hocico, piel vuelta cáscara o lasca de cuero, maloliente y averdosada, hasta dar con la piel aún viva. Aguja en mano comenzó a forrar su hocico, a zurcir esa carne nueva como un injerto sobre su nariz putrefacta y desfigurada, hocico como de un cerdo.  Dónde antes hubo espacio para que se asomaran unos ojos ahora sirve de hueco para una fosa nasal. Agradeció la sordera para no tener que escuchar sus propios gritos. Terminó. Se miró al espejo con coquetería, tocó su piel nueva y sintió vanidad, tanta que se reprendió con la mirada, la vanidad puede ser un sentimiento muy, muy feo.  Tras de ella los tres hombres vestidos de perro con piezas de cuero negro, dos con rabo y uno mostrando su rosa de carne en plena primavera, el hueco del huevo de hule recién caído. Todos amarrados a ella desde cadenas atadas a sus pezones adoloridos.  Se hincó a rezar frente al espejo, los perros juntaron sus patitas delanteras, sus lenguas afuera y sus ojos cerrados.  Pidió a Cristo que no la dejara caer en la tentación de la vanidad, pero era tarde, ya Cristo había venido y el ser humano se había adelantado en manifestar su ira.   


Uno de los perros eructó.  
-Perdón.

1 comentario:

Ruben Rolando Solla dijo...

: No sabia que era Sorda!!!