por la profesora Carmen Rita Rabell
“El tiempo de los escarabajos”, de Ángel
Antonio Ruiz Laboy, puede suscitar lecturas múltiples, miradas desde diversos
ángulos, pero siempre nos invita a desnaturalizar lo común y abrazar la extrañeza. Leo
este poemario desde una mirada particular, como especialista de la literatura
del Renacimiento y el Barroco que se convierte en alumna de un maestro de la escritura del cuerpo y sobre el
cuerpo, desde una homoerótica que invita a acariciar con las palabras, a dejar
huella y ser huella, a ser voz del hueco de la boca y también lengua, a
historiar el roce de la piel y su memoria, o en palabras de Foulcault, a
escribir la historia desde el cuerpo.
Mi lectura no tiene que ser la de todos los
lectores. Es solo la lectura de alguien
que ha centrado su mirada académica sobre la variación de una misma metáfora,
de una misma imagen del poder como un
cuerpo en el cual la cabeza convierte en subalterna el resto mayoritario de su
cuerpo. Quien gobierna está a la cabeza
y el subalterno es cuerpo dócil o
indomable. El padre es cabeza del hogar
y prohija a su hijo con su nombre. El
hombre es cabeza y la mujer cuerpo. El
cuerpo es prisión. La carne es cárcel del espíritu y la muerte liberación, para
que la fe ciega por fin vea lo que ahora solo vemos por espejo
oscuramente.
Angel Antonio quiere escribir la historia del
cuerpo y del deseo rompiedo con estas dicotomías a partir de la palabra. Comencemos con la imagen que se posa en la esquina
de nuestra izquierda en la portada y en la contraportada, en nuestro lado menos
privilegiado por la cultura occidental, la “siniestra”. Imagen “siniestra”, a menos que se mire desde
la óptica “diestra” del escarabajo. Se
trata de un coleóptero de cuya cabeza sale una protuberancia adentro de una
concavidad; imagen a la siniestra, extraña.
A nuestra izquierda vemos cómo la cabeza del escarabajo es liderada por una
imagen de lo bajo, femenina y masculina a la vez. A nuestra izquierda de la contraportada, el
trasero del libro, camina el ano del
escarabajo. ¿Qué hacemos si abrimos todas
las alas del libro y desplegamos el adentro y el afuera, la portada y la
contraportada, en un mismo plano? A
nuestra derecha, Angel Antonio nos invita a mirar. El escarabajo baja a su derecha y nuestra
izquierda con su ano eliminado de la página, y su cabeza femenina-masculina
mirando hacia abajo; todavía más a nuestra izquierda, o más a la derecha de Ángel
Antonio, el cuerpo entero del escarabajo con la cabeza vagino-fálica en su
dirección diagonal a la izquierda del lector, que es su derecha, sí, porque lo
derecho del escarabajo es el siniestro del lector y la noción de arriba, abajo,
masculino, femenino es cuestión de perspectiva, de mirar frente al espejo o
desde al espejo.
Es que es “El tiempo de los escarabajos”, de
una propuesta de poner a la cabeza el poder del cuerpo bajo y asumir que se
puede pensar la libertad como placer corpóreo a partir de una homoerótica que
se escribe mediante imágenes vagino-fálicas, si se quiere, pero siempre
pensando la historia desde un tiempo que se cuenta a través de relatos del
cuerpo, dependiendo de quien mira o es mirado, tal como se desparrama la
cubierta de un libro para arrancar lo que nos dice la piel de lo que lleva
adentro.
Ahora bien, ¿por qué relatar la historia del
cuerpo y de un placer homoerótico desde la mirada del escarabajo? Ángel Antonio nos da una clave precisa en Relicarios, tercera y última parte del
poemario, al mencionar a Jepri, el nombre que la antigüedad egipcia daba al
escarabajo, insecto al que creían inmortal, con la capacidad de morir y volver
a nacer de su propio estiércol. Hoy sabemos
que en lo que defecaban sus anos, depositaban sus huevos y tal resurrección era
un nuevo nacer desde lo considerado bajo y abyecto. Los tan admirados egipcios, sin embargo, colocaban
la imagen de JEPRI en el corazón de las momias porque simbolizaba resurrección
y vida eterna. Todavía más, los
cristianos coptos usaron este emblema como metáfora de Cristo, a quien la cultura
cristiana del Medioevo llegó a llamar “el buen escarabajo” o “bonus
scarabaeus”. Pero veremos cómo Ángel
Antonio le da cuerpo a este mito en su poema “escarabeo”:
la piel es un sarcófago que apresa
trascendencias
y el resultado suele ser un corazón
momificado
un insecto de papel que ya no vuela letras
y que anida en el suicidio de unos versos
negros
de una secuencia de cuerpos primitivos
que escudan sus alas y que retornan a la
larva
para renacer en la promesa de sueños eternos
y justificar la existencia de la circularidad
del tiempo. (62)
La historia de la
conversión de la carne, y el cuerpo como cárcel y morada de lo trascendente, no ha sido
ciertamente interrogada a partir de lo que pueda significar que Cristo no sólo
se encarne, sino que resucite en carne.
Es un asunto teológico que llevaría a mirar la trascendencia del cuerpo
pero que Ángel Antonio no intenta tocar desde el ángulo religioso, sino a
partir de su escritura, encarándonos con la idea de que al privilegiar lo
trascendente se puede convertir la piel en sarcófago, momificando el corazón,
el lugar de los sentimientos, colocando no el escarabajo, sino la imagen de un
insecto, que ya no vuela letras. Acaso
esa imagen que se incrusta en el corazón sea letra muerta que no permite el
vuelo poético de los versos, que lejos de trascender es “secuencia de cuerpos
primitivos” cuyas alas están bajo escudos para retornar “larva”. Pero, cuál
significado asignar al significante “larva”.
¿Será el “animal en estado de desarrollo, cuando ha abandonado
las cubiertas del huevo y es capaz de nutrirse por sí mismo, pero aún no ha
adquirido la forma y la organización propia de los adultos de su especie”
(DRAE) o el significado antiguo del latín:
“fantasma”. Entonces, ¿es la circularidad
del tiempo convertir la piel en
sarcófago, momificar el corazón, esconder alas tras escudos sin vuelo ni versos
para que regrese un fantasma? Creo que
el “escarabeo” de Ángel Antonio invita a repensar la primitiva momificación del
cuerpo como una forma de catapultar sus versos.
Su verbo quiere vuelo, no quiere escudarse para que regrese el fantasma,
sino incorporar la letra, resucitar la carne.
Tal propuesta ha sido trazada dentro de una
tradición poética y como ya ha mencionado Daniel Torres, Ángel Antonio dialoga
con Constantino Cavafis, Vallejo, Lezama Lima, Sarduy, Fragoso, Villanueva
Collado, Manuel Ramos Otero, entre otros, pero “en su propia carne hecha verbo”
(Contraportada del libro).
Veamos, pues, la carne escrituraria de algunos
poemas de Ángel Antonio. En Migraciones, la primera sección o fase
de El tiempo de los escarabajos resalta el empeño de apalabrar el placer
homoerótico sobrepasando la metáfora falo-logocéntrica de la escritura. Me explico, según ha expuesto Margreta de
Grazia[1] desde la
antigüedad clásica y pasando por la imprenta de Gutenberg y el pensamiento de
Descartes, se ha asociado la cera, la matriz, la página y hasta el metal blando
en el cual se acuña la moneda con lo femenino y el sello, la prensa, la pluma, la
tinta y todo lo que imprime, acuña o escribe con lo masculino. Todavía más, en la era de Shakespeare,
Gutenberg y Descartes el semen imprime, el útero es impregnado, el pensamiento
viene de una percepción fuera del cuerpo y se imprime sobre la mente como cera,
el niño bastardo es comparado con moneda falsa y el acuñamiento de tal moneda
se asocia metafóricamente con la sodomía:
Counterfit coining, like usury, is
frequently associated with sodomic sex. Imprints can be made on both sides of the
body, verso as well as recto, just as they can both sides of
page or a coin. […] Social and anatomical inversions both run
counter to nature and are therefore unproductive of either progeny or profit. The association between sodomy and
counterfeiting unfolds in the surprising etymology of the term ‘queer’ used
from the seventeenth century as a cant term for counterfeit money (‘queer
money’), before centuries it was applied to aberrant sex. (de Grazia 38-39)
Es toda una tradición que ha erigido el poder
generativo y creativo en el falo, la pluma, el semen, la tinta o el sello, ha
convertido lo femenino en pasivo, en huella, y al homosexual en moneda
falsa que imprime a diestra y siniestra, en el verso o el recto, y al hijo espurio no sellado con el nombre del
padre, como una generación “queer” no productiva, comparable al sexo anal. Pero
veamos cómo Ángel Antonio tuerce esta tradición falologocéntrica con sus versos.
Nos dicen sus versos
que “a veces duele presentir la noche/ sentir el peso de la cúpula celeste ennegreciendo/
como si se habitara entre las alas de los escarabajos”. El poema es deseo de volar, de no de habitar
bajo las alas, expresando el dolor de un placer que se instala y se esfuma en una
misma noche y “desnudar lo fugaz de las estrellas y contar/ las ilusiones que
migran al ocaso”. Lo fugaz de las
estrella tiene un cuerpo que se puede desnudar. La noche pesa, es dura, como
habitar bajo alas y ver que cada estrella y cada ilusión migra cada noche, en
cada ocaso. El deseo fugaz cobra cuerpo
y pesa, pero se eleva al cielo como estrella y también se queda desnuda para
mostrar la intimidad, la carencia, la “sed de toda luz”. Hay aquí un deseo que se eleva pero es
cuerpo, que es pesado y a la vez abierto.
Lo alto y lo bajo, lo abierto y lo sólido, sino que son parte de un
mismo deseo.
En el poema que
titula “dilatar”, la escritura de Ángel Antonio parpadea juguetonamente para
sugerir algo que pareciera obvio: no es que se dilate el ojo de la aguja, sino
el ojo que mira. La imagen fálica de la
aguja, es empleada a veces a modo de burla en la literatura del Renacimiento y
el Barroco porque siendo el oficio que se le asignaba a las mujeres decorosas
para que laborando no migraran sus pensamientos a malos deseos, en muchos
relatos se empleaba el oficio de hilar hasta sangrar con el pinchacito de una
aguja para representar eufemísticamente la desfloración de tan castas e
hilanderas doncellas. Pero aún en esa
burla, la aguja sigue siendo fálica, mientras en el poema de Ángel Antonio se
enfatiza en el ojo de la aguja que es, a su vez, abierto no por un hilo, sino
por otro ojo, una mirada que busca “encontrar la húmeda fisura del deseo
circular”. Este juego de imágenes, por
supuesto, nos presenta una sexualidad entre dos concavidades que se abren. Es una erótica donde no hay una aguja y una
tela sobre la cual se borda, sino una relación sinestética que conjuga el tacto
con la mirada, la caricia de la palabra sobre la piel de los versos dilata una
doble interpretación táctil y visual, si se quiere, lesbi-homo-erótica. En la última estrofa del poema, la aguja la
dilata el ojo y el verbo se hace flor de carne:
busco descubrir el instante más callado del
silencio
cuando la última gota de la luz se vuelva
curva
y brote la geometría desde la flor de su
carne
y las formas perfectas que acumulan la mirada
y el ojo de la aguja
se dilaten. (14)
Las imágenes “migran”, cambian, para
representar la desfloración del “recto” con el “verso”.
En
“glandelocuente”, no es que la cabeza del miembro hable desde los genitales, pero
es elocuente al incitar la lengua, y también la voz poética. Lo que pareciera ser la representación del
sexo oral como doblemente fálica, se transforma nuevamente en dos concavidades,
la ranura del glande y el beso de una boca, rompiendo inusitadamente con la
hetero-normativa a la vez que se disemina el placer del sexo oral homosexual
más allá del espacio cerrado del falo para abrirse como beso o “hendidura, de
la costura del viento” (15).
En
“Pandémica y terrestre” el tema del amor
como una enfermedad, tan típico del amor cortés medieval es totalmente transformado. Esta no es enfermedad por un deseo inalcanzable
cuya sublimación sea trascender el cuerpo mediante el espíritu alado y etéreo
de los versos. Por el contrario, es
pandémica terrestre, terrena, dolida por la satisfacción de tantos y tantos
deseos que llegaron y emigraron dejando el corazón cerrado para imaginar cómo
abrirse a la mirada de otro:
imagina
entonces que desvisto este corazón infiel
para
mostrarte desde mis manos los nidos de los pájaros
que
una vez me amaron y que al final de su estación también volaron. (18)
Sin embargo, tanta residencia en la tierra es
positiva para apreciar la maduración del tiempo y del amor:
porque
en tantos rostros ajenos y dispersos
y
en tantos moteles de una noche y muy ajenos
y
en esquinas mojadas de minutos y de nombres
(que
el recuerdo no puede construir sin sentir que es uno
una
y sólo una, la boca que me regaló la muerte)
yo
también descubrí la soledad de tanta compañía
descubrí
que lo fugaz justifica la existencia de lo eterno
y
no al revés, como dicta la sabiduría de la promiscuidad
porque
en el amor también es importante el tiempo
(19)
No es el amor imposible, el que lleva a
trascender la carne con el vuelo del verso, sino la mucha carne fugaz la que
“justifica la existencia de lo eterno”.
Ese amor eterno, sin embargo, no se da en un más allá, sino en la tierra
y hasta volver a ella con la muerte:
no
hay lujuria que compare a tu silencio si me miras
si
me asomo al reflejo del recuerdo de tus manos
ahora
que borrosas tus caricias me deliran nuestra historia
febriles
como el paso de los años que despojan
lo
que fue tanta belleza, tanta fuerza, tanta imagen repetida
que
hoy pasea en el recuerdo de los rostros desechados por el tiempo
mientras
tú y yo seguimos
juntos
hasta
morir en paz
los
dos
como
dicen que mueren los que se han amado mucho. (20)
En el poema
“tajeadas”, vuelve a trabajarse el deseo intercambiable de lo fálico y lo
cóncavo en la relación anal, donde “el garfio hambriento de morada” tiene “boca
de pez recién herida” y la relación se describe como “hacer un junte de mi tajo
con tu tajo/ y entregarte la carne/ que es mía y que fue tuya/ y será siempre
de ambas”. El poema termina con un verso
que asocia la carencia del amado con la herida más grande: el nombre.
Es el padre quien hiere y legitima a la vez la identidad del hijo. Al nombrarlo
lo hiere y lo prohija. Ese poder de
herir y nombrar es sustituido por el amado cuya ausencia pierde sustancia
porque “sin ti soy todas las heridas/ no teniendo una herida con tu nombre”
(21).
En la segunda sección titulada Retornos se reescriben mitos que van desde “Ítaca profunda”,
dedicado a Kavafis, hasta “alfabetos anidados”, dedicado a Rurro. El poema que cierra Retornos expresa la ansiedad de la muerte sin voz y la posibilidad
de que la huella, la memoria de una escritura escrita sobre y desde el cuerpo,
también huya de la muerte:
Si yo no soy
ni sé ser mas que esta voz
Que morirá
también como una huella de palabra
Entonces qué
dejarte para que te acompañe
Si hasta las
huellas huyen a la muerte
Y ya no
anidan las gargantas nuevos alfabetos
Dime qué
dejarte. (51)
Mientras
en la tradición poética amorosa del Renacimiento y el Barroco se asumía que el
sujeto poético, a través de la escritura, no sólo trasciende el deseo del
cuerpo, sino que se inmortaliza e inmortaliza el objeto poético inalcanzable a
partir del verso, Ángel Antonio duda del poder que pueda tener la huella, la
escritura, cuando muera la voz. Desde
una óptica derridiana, se interroga si acaso pueda la huella, la escritura, no
morir con la presencia de la voz. Y
hasta cierto punto, esta interrogación tiene una contestación posible en el
hecho de que Ángel Antonio siga también huellas, de Cavafi, Vallejo, Lezama,
Ramos Otero, Fragoso y Marat, entre otros, pero no para que esas voces regresen
idénticas sino que den a luz otra escritura de piel y carne nueva.
Quiero destacar uno de las huellas o
mitos que regresan en la escritura carnal de Ángel Antonio desde una óptica y
tacto homoeróticos. En “parábola del
beso” Ángel Antonio reescribe la traición de Judas litearlizándola como
provocación de una erección del cuerpo donde las heridas y clavos son anticipos
del orgasmo, de la “petit morte”, para que la carne se haga verbo. (40).
No quiero cerrar esta
presentación sin mencionar que en “mortaja”, el penúltimo poema del libro en la
tercera y última sección, titulada Relicarios,
se repiten de manera especular las imágenes con que abre el primer poema del
libro, dando la sensación de que la vida y la muerte se tocan. Morir reproduce el nacer a la inversa porque
al “entregar la piel a los sudarios” se
vuelve a anidar bajo las alas del escarabajo, se nace de nuevo a la vida
terrena y corpórea, y se vuelve a construir el mismo ciclo que escribe no la
arqueología del saber de la cabeza que somete el cuerpo por una futura
trascendencia más allá de la muerte, sino de una muerte que es espejo de la
vida. (65).
El
poemario cierra con “arqueología”, y la sugerencia de una resurrección donde no
se supera el tiempo ni se conoce más allá de lo ya vivido, sino que se retorna
al inicio, a olvidarlo todo hasta no saber la historia del cuerpo para volver a
nacer con todas las preguntas: “doy con
la espalda del tiempo y del recuerdo/ con los élitros cerrados a la historia de
los cuerpos/ con la resurrección de todas las preguntas” (66). Hay que nacer de nuevo, en carne para volver
a interrogar no la arqueología del mismo saber universal, sino del conocer de las
particularidades de cada cuerpo.
[1] Grazia, Margreta
de. ”Imprints: Shakespeare, Gutenberg and Descartes. ” Printing
and Parenting in Early Modern England. Ed. Douglas A. Brooks.
Burlington : Ashgate, 2005. 29-58.
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