11.14.2005

Los senos velludos de Primavera


La plaza estaba sucia. Las palomas tienen su precio. La ciudad entera estaba sucia, es la hora en que todos los edificios vomitan su basura. Es la hora en que no puedes caminar sin temer a ser golpeado por una mano que sale del zaguán o del balcón a lanzar una bolsa sobre los adoquines cubiertos de asfalto en una ciudad que no se sabe qué es, que no sabe qué quiere ser, que está montada sobre un tótem de pasado. La ciudad está detenida. El Sol ya alumbra menos que la luz artificial, pero pareciera que aún están en guerra. La ciudad se vacía de hombres de corbata y mujeres de colorete y perfumes abominables. Los perros van saliendo, los bohemios llegando, los enamorados que deciden buscarse a besos en San Juan llegan con ellos, las vecinas van despuntando rolos en sus pelos “clairol boricua blond”, prendiendo sus novelas, guisando habichuelas, las habichuelas nuestras de cada día; las nuestras, porque no nos metemos con las de nadie. Los billares empiezan a recibir sus personajes. Y los camiones que recolectan la basura, como una guardia, con sus movimientos de torres de ajedrez, en su obsesión de limpiar el tablero multicolor de la isleta, han comenzado su marcha.

El único sitio seguro parecía ser la plaza, aunque allí los seudo-intelectuales vomitan también sus desperdicios, o se los fuman o se los beben en un café que se mezcla con sus barbas tipo Che Guevara o con sus faldas de la India hechas en Taiwán y que compran en alguna tienda de dueño árabe que las trae desde Estados Unidos de América y que las vende algún dominicano sin papeles que cobra menos del salario mínimo y maldito sea el capitalismo y la explotación obrera y qué rico huele el pacholí y qué rico sabe este café y amamos todos a Roy Brown, odiamos todos la globalización y mierda, mierda, mierda. Aún así, la plaza parecía el espacio menos ofensivo. La Fuente de las Cuatro Estaciones, que usualmente es una fuente de cucarachas, milagrosamente tenía agua, un agua que de seguro ahogó a esos pequeños insectos que besaban religiosamente los cuerpos tallados en mármol, que les gustaba lamer el lápiz labial de los labios de Verano, o la sangre de musgo que nacía en el ombligo de Primavera, la Primavera de los senos velludos. Entre los cuatro había un quinto. Una escultura verde, gris, marrón y azul. Estaba vecino a mí, de ropas ajadas del color del tiempo que pasa, del color de los adoquines, de un color triste. Su mano echaba atrás como una máquina, tomaba el agua, mojaba su cabellera que tenía ya el color del agua, sacaba una peinilla del bolsillo de su camisa de rayas verticales oscuras, se peinaba y seguía con su gesto de espera. Todo lo que circunda es movimiento, él estático, sentado en el círculo que es la fuente. Miraba fijo al frente, se peinaba, se mojaba, seguía esperando. La secuencia fue la misma por interminables minutos, aunque los minutos a los sesenta segundos se terminan, aquellos por repetitivos duraban mucho más. Tan quieto estaba, que las palomas en su cabeza cagaban como en cualquier estatua, que los perros lamían la costra de sus pies, el verde amarillo de sus uñas. Parecía como si siempre hubiera vivido allí, como si siempre hubiera vagado en esa isleta, la escultura más antigua de San Juan. San Juan Bautista mismo, bautizándose mil veces, perdonándose el pecado mortal de saber. De saber que no sabemos nada y lo queremos saber todo. Tal vez, no sé.

Se puso de pie. Fue una sorpresa. Caminó hasta el zafacón más cercano, se asomó y sacó un vaso, otro vaso, lo lleno de agua, como estaban llenos los muchos vasos que frente a él tenía y que yo no había notado. Todos los tamaños, de todas las tiendas, de todos los explotadores locales o extranjeros, de todos los colores, todos hermanados por la misma agua, agua bendita encucarachada de las Cuatro Estaciones. Se había hecho un altar de vasos que anunciaban todos los fasfúds del área. Entonces los mudó uno a uno a la próxima estación, donde repitió el ritual de bautizarse, de peinarse, de mojarse, de buscar vasos, de esperar, como una tarea compulsiva e infinita, como el ciclo mismo de las estaciones.

La ciudad seguía escondiendo el día al que daba paso. Los camiones lo guardaban en sus grandes bocas. Como si se llevaran ese día a otro lado, para que otros lo vivieran fuera de la capital, más allá de la bahía. En la isla. La ciudad es una máquina, un gran robot. San Juan es una ciudad sobre otra ciudad. La ciudad antigua está abajo, como los adoquines bajo el asfalto. Arriba está la ciudad máquina, la que lo compone todo, la que quiere respetar tanto el pasado, que lucha a morir con su futuro, la que preserva el encanto de antaño. Los truenos comenzaron. Parece que se confabula el cielo a limpiar las calles, callejuelas, callejones...

El hombre se decidió a mover nuevamente sus vasos, a rotar en el círculo de los tiempos, a sacralizarse, mientras pasaban ángeles con alas hechas de ramas de palma y rosas hechas con ramas de palma, saltamontes hechos con ramas de palma, como un dios tropical vendiendo su alma de palma. Buscó más vasos, los llenó de agua, los añadió a su colección, y la fuente cada vez quedó más seca. Los movía uno a uno. Tan lento era el proceso, que parecía que él rendía tributo a cada vaso, y que luego se sentaba entre ellos como entre velas.

El turno hacia la próxima estación se acercaba, ya éramos nuevamente vecinos. Ya tenía que pensar en desplazarme y dejarle su espacio. Entonces comenzó la lluvia, la lluvia con su gran ruido a silencio verbalizado. Los filósofos del café que tanto hablaban de la naturaleza, huyeron del agua, los románticos huyeron también del agua, hasta los ángeles de palmas huyeron del agua. Sus vasos se seguían llenando mientras él intentó taparlos todos. En ese momento deseó ser una deidad hindú llena de brazos. No quería que la lluvia se mezclara con su agua. La lluvia no era verde, verde como su pelo, o su cara cobriza sedimentada en verde como si fuera moho incrustado entre sus arrugas. Se desesperó. Sus manos no alcanzaban, los vasos empezaron a caerse, a desbordarse y él casi gritaba con los ojos. Temía. Hacía un intento por peinarse y mantenerse intacto, pero no podía. Tenía un complejo cruel de ser estatua. Era una estatua. Cruel (des)dicha ser eterno. Entonces una luz cruzó entre las gotas como una pasajera, la lluvia se hizo intensa y allí sólo la potente luz. Todo estaba negro y un círculo de luz se interrumpía con una figura. Ruido de gente. Algo cayó. Se alejo el sonido.

Cesó la lluvia y ya no estaba la escultura verde, gris, marrón y azul. Quedaban algunos vasos que pronto barrió un empleado municipal. Logré salvar algunos y los puse junto a mí, y los llene de agua, porque sé que aquel señor que se ha perdido entre la lluvia regresará. De paso le busqué dos o tres más. La gente ya vuelve a la plaza. La fuente está casi vacía, perfecta para darle la bienvenida a las cucarachas prontamente. Dos cuadras más abajo va un camión de esos que ya he mencionado. Entre las estaciones ahora hay gente seca y sonriente. Demasiado sonriente.

2 comentarios:

dijo...

Angel, me alegra mucho el hecho de que te hayas decidido a publicar tus escritos. Sabes que te admiro mucho y que espero seguir leyendote...y que tambien espero ver algunas de tus pinturas aqui posteadas para el deleite de todos los cibernautas :)
Un beso y un abrazo.
Jocelyn

Anónimo dijo...

Este relato me recordo las contadas veces que fui a las Noches de Galería en SJ y muchos de los personajes visitan.