12.01.2008

La Ley de los excesos reprimidos

Sólo se tenía que parar e insinuar con el más leve de los gestos las dimensiones de su instrumento de trabajo. Alguien de inmediato pararía -no porque ese fuera su propósito al pasar por allí- y sin preguntar el costo, lo invitaría a su auto. De inmediato extendería su mano y estaría dispuesto a pagar el precio que fuera (necesario). Él iría callado, con el brazo izquierdo extendido hacia atrás de la palanca de emergencia y el derecho -en puño- cerca de su sien, aprendiendo, como aprenden las fieras, el camino que le deparaba la noche. Las piernas abiertas y flexionadas ofreciendo el grueso banquete que marcaba su hombría a través de aquel pantalón que usaba para ejercitarse. Su cuello ancho recostado como un tronco cayendo, su piel de madera oscura y textura como el interior de las semillas- semillas como las que se repetían en sus pezones cuando endurecían-, sus pectorales estirando la camisilla y creando un vacío en el seno de su pecho, como su cuerpo todo que insinuaba haber crecido dentro de la misma ropa que ahora no soportaba el embate de su agrandamiento plural y contundente... todo añadía tensión a la escena de respiración profunda y cortada dentro del auto de turno. La música por más ligera que fuera se volvía pesada. La conversación nunca fluía. El aire siempre se sentía frío y el cliente siempre temblaba (caliente). No era mucho el desempeño que Lisandro tenía que hacer para que sus clientes quedaran satisfechos con la idea de que habían tenido la experiencia más alucinante de sus vidas. En la mayoría de los casos se limitaba a dejar que sus clientes lo tocaran mientras él permanecía indiferente pero duro. Una dura indiferencia dicotómica que los enloquecía al ver tanta virilidad expuesta y disponible a su antojo. Con clientes frecuentes, que ya de tanto nadar en esa recia hombría necesitaban algo más que sólo contemplar el cuerpo que se habían aprendido a causa de ejercicios de memoria siempre que el dinero no podía comprar la experiencia real, Lisandro se volvía un animal agresivo, arremetía con toda su fuerza -que no era poca- y desmantelaba, pelo a pelo, gemido a gemido, zarpazo a zarpazo; en fin, una a una cualquier ilusión o fantasía antes tenida para crear una nueva: la esperanza de que se repita el encuentro, la ilusión de que ese toro salvaje sólo quiera descargar su fuerza con ese torero que pinta su piel de rojo a golpe puro. Si algo de toda la ejecución ritual daba placer a Lisandro, era ver que en sus clientes causaba dolor y que los llevaba al límite en donde eran ellos los que, en medio del éxtasis, le pidieran lo que parecía inaudito: detenerse.

 

El recuerdo de Lisandro quedaba como un escapulario, su imagen descansaba en esos cuerpos de pecho a espalda y el ojal que formaba apresaba la cabeza con las divinas imágenes de pasión y muerte. Saborear su masculinidad era más bien pecado capital (herencia capitalista), no había forma de acercarse a tocarle sin lujuria, ni forma de recordarlo sin cierta mezcla de gula y soberbia, no había forma de disfrutarlo sin caer en los excesos al saborear ese cuerpo de exuberante.

 

La seguridad de Lisandro en sí y en su fuerza y la conciencia de su hermosura lo hacían carecer del más mínimo de los temores. Nadie arremetería contra aquel rinoceronte de gran cuerno, nadie sería capaz de pensar en perder la oportunidad de volver a compartir tanta belleza. Salía de noche, hacía algunos clientes y con ello cuadraba sus ingresos para cumplir con alguna responsabilidad de esas que no justifican su prostitución pero que la hacen comprensible. Sea cual fuera, sus clientes rogaban -egoístamente- que nunca fuera saciada la necesidad que lo hacía desbordarse por la oscuridad de esas calles  y mantener así saciada su esclavitud a ese cuerpo alquilado.

 

Aquella noche se acercó legalmente por una de esas esquinas que abren el camino de concreto entre La Plaza de Convalecencia y La Universidad el Lcdo. Ceballos Arzuela. No hace mucho había dejado de vivir en el área -claro que en ese entonces lo conocían como ya nadie le conoce, por su nombre- para ejercer su Juris Doctor, para estacionar con menos riesgo su nuevo vehículo -alegado sinónimo de un esfuerzo que lo distancia de otros esfuerzos presuntamente no tan superiores pero evidentemente no tan bien remunerados; para vivir cerca de gente con la que pueda hablar a un nivel profesional pero con la que rara vez interactuaba, para esconder detrás de cierta ropa ciertos manerismos vulgares, para evolucionar entre otras cosas -porque la evolución tiene que ser constatable en materia-. Su salida del recinto de El Recinto no había sido hace mucho, su auto de lujo aún tocaba música de Silvio Rodríguez -hay contradicciones en la vida tan fuertes, yo no sé-. Antes nunca encontró el tiempo ni el interés para conocer el área, ni las áreas que mutan y mutilan según la hora del día o de la noche. El era un hombre escueto, de facciones suaves, de sonrisa perfecta, de vello femenino y aspecto casi impúber, piel rosada, boca rosada, ojos rosados, ano rosado. Tenía el don de la palabra, como buen abogado hallaba siempre la palabra perfecta. Tenía por novia a una compañera de estudios, ahora colega, también rosada, con quien tenía planes a falta de planes, todo parecía perfecto hasta que pasó por la Calle Brumbraugh y montó a Lisandro; comenzó a respirar profundo, padeció frío y tembló, su mirada era constante.

 

La embriaguez erótica que ahogaba al Lcdo. Ceballos Arzuela no era más que un desdoblamiento de su timidez. Lisandro tomó control de la escena en aquel cuarto de motel al que con frecuencia le dirigía la noche. Como la de un palomo que no ha volado, Lisandro entendió la inexperiencia de su compañía quién dejó la música del auto sonando para no escuchar y que no le escucharan las voces vecinas por el alegado temor a ser reconocido. No era de su oficio tener cuidado ni ser sutil pero este cazador que lo había llevado consigo para su placer ahora no dejaba de temblar y se volvía una presa. Le abrazó y le dijo que no temiera, que estaría bien, que él sabía lo que hacía. Guió con sus manos las de él y las llevó a explorar lo abultado de sus contornos  y la gigantez de los espacios que se abrían entre su musculatura. El licenciado perdía toda cordura, Lisandro se sabía el primer hombre y la ingenuidad rosada de aquel hombre nuevo y rosado que temblaba de deseo no le permitió ser indiferente y lo sometió a su fuerza como se disciplina a un niño. No recibió resistencia a su brutalidad cuando su brutalidad estalló y toreó con toda furia embistiendo sin piedad contra este cazador victimizado que lo miraba con ojos cristalizados como se miran las luces cegadoras. Lisandro sintió algo que entendió como al odio pero que no era odio. Vio en este hombre rosado a todos lo hombres rosados que han intercambiado bienes con él y no podía entender que recibiera su rudeza como una bendición, el licenciado no se rendía ante el embate y parecía desearlo a merced del daño, a merced de la sangre que evidentemente vendría y vino. No había más que hacer entre aquellos cuerpos derrotados que continuaban dando la batalla de la embestida. No reconoció la rudeza límite alguno y no hubo agresión o caricia que por venir de tanta hermosura no fuera con beneplácito recibida. El tierno palomo rosado ya desfallecía extasiado y en sus ojos se leía una invitación a ser polvo, polvo enamorado. Lisandro mordía con más fuerza la piel de su carnada que sangraba y le recibía. Lo devoró a pedazos.

 

El cuerpo del exceso ha consumido al cuerpo de la ley, la ley que en su afán de control ha reconocido el deseo del exceso.

 

Lisandro salió asustado dejando los restos del cuerpo mordisqueado tendido en piezas sobre la cama. Se montó en el auto aún desnudo, su cuerpo estaba ensalivado, ensangrentado, llevaba dentro y fuera parte de aquel otro cuerpo pero la lluvia se encargó de limpiarlo a medias. La música en el auto aún tocaba, justamente la canción favorita del licenciado.

 

"...Ojalá se te acabe la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta. Ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un disparo de nieve. Ojalá por lo menos que me lleve la muerte para no verte tanto para no verte siempre en todos los segundos, en todas las visiones. Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones. Ojalá pase algo que te borre de pronto..."